sábado, 5 de abril de 2008

De parques y tilas

Qué bien. Qué sol. Qué relajación. Qué alegría infantil: ¡vamos al parque!
Qué nervios. Qué parada cardíaca. Qué histeria adulta.

Hace buen tiempo. Cojo a mi delicioso sobrino con su triciclo y su pala morada y me le llevo al parque donde los vagabundos de toda la vida, el Pablito y el Peonza (gran consumidor de cerveza que pensaba que le perseguían y daba vueltas sobre sí mismo de forma constante), se han mudado de barrio. A los perros les han puesto una zona reservada y en el área infantil hay columpios nuevos.

Meto a “mi niño” dentro de las vallas de colorines y ahí empieza mi estudio sobre la psicología infantil. Un mundo de seres pequeños socialmente locos pero de una lógica demoledora. Ejemplo: se acerca una niña y me dice ¿puedo tocar a tu perro? (que no es mío pero lo han atado a mi lado). Yo imagino que se va a quedar jugando con él un rato pero en ese caso me habría preguntado si puede jugar con él así que simplemente le toca el hocico y se va cantando tralarí tralará.

Poco a poco, mis nervios se pondrán alerta por intentar salvar a los 30 inconscientes que se divierten en el corral. Uno le está tirando puñados de tierra a los ojos de otro después de advertirle: como me destroces mi montón de arena me voy a poner furioso; muy furioso. Quien avisa no es traidor. Pero, ¿solo lo oigo y veo yo? ¿No hay nadie que le auxilie? Siento la responsabilidad de librar al agredido de una ceguera irreversible.

Dos niños desfilan cual soldados usando sus cubos a modo de casco. Después de un cambio de guardia, se aburren. El primero se quita su cubo y se dedica a hacer flanes. El segundo no se quita su cubo. No puede; se ha quedado atrapado. Eso por cabezón: es culpa de los genes, en definitiva, de unos padres que tampoco dan señales de preocupación. Así que intento ayudarle para que no se pase el resto de su vida con una cabezacubo. Dos niñas se pelean en lo alto de una torre: un acantilado mortal. En el balancín hay tres niños a cada lado retándose a ver quien suelta las manos más tiempo mientras gritan rítmicamente uoooooooooo uuuuuooooooo. Otra canija de unos 13 meses se mete una colilla en la boca. Los restos de nicotina viajarán por su cuerpecito gritando uooooooooooooo uoooooooo.

A lo lejos, mi sobrino. El único a quien debo toda mi atención. Ha cambiado su triciclo por una sillita rosa en la que transporta su pala. Pretende subir el tobogán en dirección contraria cuando otro personaje va a tirarse de cabeza. No quiero ver el tremendo choque frontal. No me gusta la sangre ni los chichones. Le cojo en brazos, devolvemos la silla al propietario, dejamos a otros con lágrimas y mocos colgando al recuperar nuestro triciclo, volvemos a casa y me tomo cien mil tilas.

Admiro la capacidad de los acompañantes de los enanitos de conservar su tranquilidad y de encontrar los juguetes que no solo son idénticos entre sí sino que han sido sometidos a un trueque masivo, han sido enterrados bajo la arena y esparcidos por todo el parque. Un lugar lleno de peligros... ¿infundados por mí?

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