Ocho y cuarto, siete y cuarto de la mañana en Canarias. La actualidad matinal me llena de escalofríos.
Yo, que iba a escribir cómo acabé el año 2009 (en una estación de Andorra, buscando a contrarreloj, con doce uvas en la mano, un lugar donde comérnoslas ya que el Habana Club, ajeno a la celebración de la Puerta del Sol de Madrid, no abría hasta tres minutos después de medianoche).
Yo, que iba a contar mis inicios del 2010 (encontrándonos, a varios grados bajo cero, a un grupo de franceses en gayumbos, prenda que unos escoceses nos demostraron innecesaria: para ellos un kilt y calcetín alto es suficiente para celebrar el año nuevo).
Yo sintonizo la radio para escuchar música cuando la cadena da paso a titulares. Varias explosiones y disparos se registraron hoy en una zona de Kabul en un ataque talibán. En Haití, los brotes de violencia frenan el reparto de ayuda. Intercalados de declaraciones de Médicos Sin Fronteras de ambos puntos. Jamás había visto una situación como esta. (...) Estamos atendiendo a personas con patologías brutales.
Efecto fulminante. Como si nunca hubiera escuchado nada igual, y sin necesidad de imágenes, un frío helador recorre mi columna vertebral, me revuelve el estómago, y paraliza mis pies.
Me quedo pensando en este mundo que cuando no se tambalea por sí solo, lo hacemos estallar. Pienso en el desequilibrio mental. En la locura en la que todos participamos. Todos estamos un poco locos, algunos no lo suficiente y muchos, demasiado.
Miro los doce meses de este año que acaba de empezar e, impaciente, imagino cómo se va a ir completando mi agenda, qué me/nos depara y qué traerán los informativos. Intento adivinar si se me va a atragantar el café mañana después de escuchar el saludo a las Ocho en punto, siete en punto en las Islas Canarias.