Han entrado arrollando, han tocado dejándose la piel en los instrumentos y el alma en la pista, y se han ido cuando sus voces aún serpenteaban entre los incrédulos asistentes que clamábamos más. En inglés y en voz en grito: MOOOOOREEEEEEE! Pero sé que aunque hubieran seguido 4 ó 5 horas (cosa que dudo pueda soportar cuerpo humano alguno), a nosotros, insaciables, tampoco nos habría bastado. Y sé que, típica fiebre postconcierto, nacerá en muchos de nosotros un frikismo Arcade Fire que nos perderá en zocos cibernéticos, foros, blogs y páginas güeb donde encontrar las más insignificantes curiosidades de los componentes del grupo. El Butler, la Regine, la Sarihta, el Jeremy,...
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Pasados sesenta minutos, el directo me ha recordado una noche en Maputo en la que un torrente de lluvia me despertó colándose a través de la mosquitera de la ventana de mi dormitorio. En la vida había visto nada así. Cerré bien las contraventanas y, después de secar el suelo con una fregona que demostró capacidad de absorción para emergencias alerta roja, me fui corriendo a la terraza a contemplar esa bestialidad. Eso no era lluvia, era una descarga acuática, lumínica, sonora y energética de origen divínico. (Cuando amainó el espectáculo a domicilio, con mentalidad capitalista me pregunté: ¿Si echo una moneda, se repetirá?)
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Así son estos canadienses. Llenan el Palacio de los Deportes hasta los topes y se entregan funcionando como un mecanismo de engranaje perfecto. Sus ocho componentes exprimen cada instrumento (entre ellos, ¡dos baterías!) que van pasando de manos como quien juega a las cartas. Tan pronto tocan el acordeón como una guitarra o se marcan una canción integral con el micrófono principal. El resultado se filtra por todos los poros de un público que, dicho sea de paso, se han metido en el bolsillo desde el primer tema. Además, haciéndonos un favor a los que controlamos mejor su disco Funeral, lo han recorrido casi en su totalidad.
Así son estos canadienses. Llenan el Palacio de los Deportes hasta los topes y se entregan funcionando como un mecanismo de engranaje perfecto. Sus ocho componentes exprimen cada instrumento (entre ellos, ¡dos baterías!) que van pasando de manos como quien juega a las cartas. Tan pronto tocan el acordeón como una guitarra o se marcan una canción integral con el micrófono principal. El resultado se filtra por todos los poros de un público que, dicho sea de paso, se han metido en el bolsillo desde el primer tema. Además, haciéndonos un favor a los que controlamos mejor su disco Funeral, lo han recorrido casi en su totalidad.
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Sin tener en cuenta una iluminación de base, como único efecto audiovisual han contado con alguna videoproyección que agilizaba más aún, si cabe, la puesta escénica. La imagen de dos caras en blanco y negro con ojos penetrantes y boca redonda parecía acompañar nuestro MOOOOOOOOOREEEE! Otra vez será, será... ¿Será en el 2011?
2 comentarios:
Muchas gracias, Anux. Muchas veces y muchos más.
Ole!
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