Ponta do Ouro es la punta de Oro que recoge Mozambique por el sur. El último obrigado antes de dar las thank you.
¿Quieres ir a nadar con delfines? Vale. Digo vale porque he oído decir que son simpáticos, que no dan coces y que no pican. Además, pone en el panfletillo que es una experiencia que me cambiará la vida (doy por hecho que a mejor.)
Nos proponen a las ocho o a las seis de la madrugada. Venga, un día es un día. Contad conmigo para las seis.
Bajamos a las ocho y media a la playa donde nos tiene lugar una breve charla que consiste en pautas para no caerte de la lancha motora, cómo subir y bajar de la misma y la manera de comunicarte con estos mamíferos de 4 metros. Hay que mirarles a los ojos directamente y hacer chasquidos con los dedos y con la boca para atraerles. Esto último no lo llegué a aprender porque prefiero mantener el tubo para respirar que morir ahogada por decir hola a un delfín.
Se distribuyen aletas y gafas, y llega el momento de empujar la motora al mar para luego dar un salto en ella. Ahí empieza mi evaluación del grupo. Somos catorce personas y un perro. La del vestido de rayas no ha ayudado nada a meter la barca en el mar. La del pañuelo en la cabeza es un encanto preocupada por que todos tengamos chaleco y hueco para meter los pies. El señor con el niño, además de portugués, habla inglés y hace de traductor y guía de la zona. Y luego está el payaso o showman que, sentado cerca de los dos motores, se dedica a echarse para atrás para que le de el agua en el cuerpo serrano.
Después de media hora a lo largo de la costa, ida y vuelta, no vemos más que olas. Se me olvida por un momento que venía a ver animales acuáticos y no a dar un paseo por el mar. Dos personas se marean y empiezan a vomitar por la borda. El mar está bastante revuelto. El niño también ha dejado de reírse y su tono de piel mulato es ahora amarillo. A mí me escuecen los ojos muchísimo por frotármelos y dejarme un pegote de crema (que debería haberme extendido por la cara) y porque no para de salmicarme agua. Con lo cual, mi visión es la mitad de nítida de cuando salimos. Cuando ya no hay esperanza sino ganas de volver a la playa, alguien grita: ¡AHÍ, AHÍ! ¿Flipper? No. A mi espalda una tortuga marina encoge el cuello en el caparazón y se sumerge en las profundidades del océano Índico. ¡Borde!
Entramos a toda velocidad a tierra firme (aunque para muchos parece que el suelo se tambalea) y nos despedimos.
Horas más tarde, caminando hacia el faro, a unos metros del mismo, vemos tres delfines jugando.
¿Por qué yo no me mareé? Pues, aunque soy muy escéptica al respecto, creo que mucho tienen ver dos pulseras del equilibrio que me puse en ambas muñecas. Estoy empezando a interesarme por los beneficios de la acupuntura.
¿Quieres ir a nadar con delfines? Vale. Digo vale porque he oído decir que son simpáticos, que no dan coces y que no pican. Además, pone en el panfletillo que es una experiencia que me cambiará la vida (doy por hecho que a mejor.)
Nos proponen a las ocho o a las seis de la madrugada. Venga, un día es un día. Contad conmigo para las seis.
Bajamos a las ocho y media a la playa donde nos tiene lugar una breve charla que consiste en pautas para no caerte de la lancha motora, cómo subir y bajar de la misma y la manera de comunicarte con estos mamíferos de 4 metros. Hay que mirarles a los ojos directamente y hacer chasquidos con los dedos y con la boca para atraerles. Esto último no lo llegué a aprender porque prefiero mantener el tubo para respirar que morir ahogada por decir hola a un delfín.
Se distribuyen aletas y gafas, y llega el momento de empujar la motora al mar para luego dar un salto en ella. Ahí empieza mi evaluación del grupo. Somos catorce personas y un perro. La del vestido de rayas no ha ayudado nada a meter la barca en el mar. La del pañuelo en la cabeza es un encanto preocupada por que todos tengamos chaleco y hueco para meter los pies. El señor con el niño, además de portugués, habla inglés y hace de traductor y guía de la zona. Y luego está el payaso o showman que, sentado cerca de los dos motores, se dedica a echarse para atrás para que le de el agua en el cuerpo serrano.
Después de media hora a lo largo de la costa, ida y vuelta, no vemos más que olas. Se me olvida por un momento que venía a ver animales acuáticos y no a dar un paseo por el mar. Dos personas se marean y empiezan a vomitar por la borda. El mar está bastante revuelto. El niño también ha dejado de reírse y su tono de piel mulato es ahora amarillo. A mí me escuecen los ojos muchísimo por frotármelos y dejarme un pegote de crema (que debería haberme extendido por la cara) y porque no para de salmicarme agua. Con lo cual, mi visión es la mitad de nítida de cuando salimos. Cuando ya no hay esperanza sino ganas de volver a la playa, alguien grita: ¡AHÍ, AHÍ! ¿Flipper? No. A mi espalda una tortuga marina encoge el cuello en el caparazón y se sumerge en las profundidades del océano Índico. ¡Borde!
Entramos a toda velocidad a tierra firme (aunque para muchos parece que el suelo se tambalea) y nos despedimos.
Horas más tarde, caminando hacia el faro, a unos metros del mismo, vemos tres delfines jugando.
¿Por qué yo no me mareé? Pues, aunque soy muy escéptica al respecto, creo que mucho tienen ver dos pulseras del equilibrio que me puse en ambas muñecas. Estoy empezando a interesarme por los beneficios de la acupuntura.
1 comentario:
En serio que funcionan esas cosas??
......adoro tus relatos...Gracias por compartir ;-)
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