jueves, 15 de mayo de 2008

El primer día de playa

El primer día de playa hay que ponerse la pastosísima crema protectora factor 50. Me he embadurnado entera. Hasta el blanco de los ojos (las partes paliduchas son especialmente delicadas).

Desde que he pisado la playa, millones de granos de arena se han adosado a mi piel convirtiéndome en una milanesa muy salada. La arena se ha hecho no solo conmigo sino con mi cuarto entero y con todos los lugares a los que voy. Se aferra al doble fondo de la mochila y a los bolsillos de los pantalones y va cayendo a poquitos, imparable, de forma continua. La toalla, aún habiendo sido lavada y sacudida hasta hacerla moratones, cada vez que me seco con ella me somete a una exfoliación de tercer grado. Igual ocurre con el resto de objetos que se empeñaron en venir. Mascar un chicle, es comer arena. Abrir el libro que también viajó supone excavar una duna. La pantalla de mi móvil está plagada de lunares diminutos; todas las letras tienen diéresis.

Visto que tengo que convivir con toda esta arena voy a utilizarla como materia prima de algo muy provechoso. La voy a meter en un bote hermético de cristal con forma de ocho: un práctico reloj. Tiempo. Valioso tiempo.

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