Rememorando a Miguel Delibes, a las cinco últimas horas que pasa Carmen con Mario en la novela, y a su tiburón rojo (el coche del amante), por conexión lógica de ideas comenté ayer:
Para tiburones con el que nadé yo el miércoles pasado, ¡ea!
Pero la historia que quiero contar no empieza así sino...
¿Cargo la batería de la cámara aunque no esté gastada del todo? No, se puede viciar, pensaba con una mitad del cerebro mientras con la otra repasaba el abasto: bolsa de doritos, la linterna que no necesita pilas, una garrafa de cinco litros de agua mineral, el montón de lápices que me dió Mike para regalar (para su tranquilidad adelanto que han acabado en manos del profesor de un colegio rural), las zapatillas grises que heredé de Anux (con las que me paseo cual autóctona por Maputo ya que los agujeros de mis suelas no desentonan), etc. Con la cremallera del macuto acabé de cerrar el etcétera, instalamos todo en el maletero y salimos de Maputo.
La primera noche de nuestra estancia en la provincia de Gaza (de nada) la pasamos en Chókwé, ciudad que hasta hoy me daba por llamar Chewaca o Chuky. Parece mentira. A pesar de todo lo que me gustan estas palabras que suenan a indio como maracuyá, Malongane, Quissiquixi, Memba, Muecate, y tantas otras, me cuesta muchísimo aprenderlas. Lo cual puede provocar situaciones como cuando unas mujeres en medio del campo con toda la generosidad del mundo me ofrecieron probar su comida (xima con vaca). El diálogo fue:
- ¡Hola! ¿Quieres un poco?
- Y yo con super sonrisa, en vez de decir,
No, gracias, que en shangana sería
No,
kanimambo, gritando A PLENO PULMON dije:
¡No, chamuça! (
¡No, EMPANADILLAS!)
Desde Chókwé subimos al Parque Natural Limpopo llamado así por el río sobre el que Nelson Mandela comentaba:
da vida a animales y las plantas sin preguntarles su nacionalidad ya que además de pasar por Mozambique, cruza Sudáfrica y Zimbabue. Cada uno de estos países ha donado tierras para crear un enorme espacio reservado a fauna y flora.
Uno de los motivos para abrir fronteras entre los parques ha sido la excedencia elefántica del Parque Kruger (el sudafricano) que estaba acabando con fuentes de alimentación de otros mamíferos. Y una de las consecuencias es que ahora los elefantes se menean a sus anchas por el Limpopo arrasando con todo, incluidas las comunidades que viven ahí. Algunas han sido desplazadas pero aún quedan poblados en el interior como es Macavene. Y es aquí donde pasamos la tarde y la noche. Lo hicimos junto al Señor, digamos, Isaac, sus dos mujeres y sus doce hijos. Ha sido como estar dentro de un documental pero sin apenas documentación gráfica. Al estar yo empeñada en no viciar ni una pizca la batería, la cámara se me apagó tras la primera foto y, en aquel lugar sin electricidad, tuvo que quedarse sin salir de su funda. Un trasto sin energía. Totalmente inútil.
Nos enseñaron la escuela, la iglesia, el campo de fútbol y la barraca. Unos kilómetros más arriba, fuimos testigos del
lobolo, la celebración previa de una boda en la que se constituye la dote. El paso de las horas y los litros de celebración habían hecho que los ojos de los hombres cobraran el rojo del piripiri. Sin embargo, el novio, de unos dieciocho años, aún no había salido de la casa y el único rastro de la novia eran las ocho vacas y el buey que habían ofrecido por ella.
A la vuelta a la comunidad donde íbamos a instalar nuestra tienda de campaña, las cinco mujeres nos pusimos a cocinar. Los hijos (chicos) siguieron jugando y los hombres se quedaron sentados, costumbre que, viniendo de España, no me resultó extraña. Sí que me chocó la ausencia de un mínimo de disimulo por su parte. Colocaron las sillas como si fueran gradas a mirar sin ni siquiera moverse para traer los troncos y hacer el fuego. De eso se ocupó la niña de 8 años.
La cena estuvo surtida de arroz y pollo con verduras, y la sobremesa, de historias y chistes que no acabé de pillar. De repente, se levantó un poco de viento y cayó del cielo un escorpión que salió disparado hacia donde estaban los niños jugando. Entonces me puse a pensar que todo en esta naturaleza es salvaje. Lo excepcional para mí, es lo cotidiano para ellos.
Al día siguiente acompañaríamos a unas mujeres a pescar en los charcos del río Shingwedze. Pasamos bajo enormes telas de tarántulas peludas de las que prefiero no saber el grado de toxicidad de su veneno, vimos árboles destrozados por el paso de elefantes y nos señalaron una huella de un león. Y ahora llega el momento de hablar del tiburón. ¿En un río seco? No, esto había ocurrido cinco días antes.
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Me había unido a lo que llaman safari marino por el Océano Índico cuando divisamos un tiburón de tres o cuatro metros. Y como quien pregunta al dueño Oiga, ¿su perro muerde? pregunté al conductor de la lancha:
- ¿Hay peligro de ser atacada?
- No, tranquila, están bien alimentados.
En un país donde una simple picadura de mosquito puede obligarte a guardar cama durante varios días, un escorpión tumbarte de por vida (de por muerte) o donde puedes cruzarte con el rey de la jungla en un paseo mañanero, todo acaba normalizándose.
- Ah, bueno. Entonces... ese bicho con dos filas de colmillos y fuerza sobrenatural en sus mandíbulas se trata de un lindo pececito, ¿no?
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Dejé mi mente en blanco, me ajusté las gafas de bucear y salté al agua con el resto de nadadores.