Me levanto, desayuno y me dirijo al hospital. No hay nadie esperando. Relleno el formulario y me miden la tensión arterial. Resultado: demasiado baja. Me recomiendan regresar más tarde.
Después de un reencuentro con las patas, después de comer en un italiano con expresso de postre, y después de organizar un viaje a Pirineos, el subidón creo que ha puesto mi tensión a punto.
Vuelvo a la clínica y, una vez más, completo la hoja con mis datos pero ahora mucho más rápido que esta mañana. Hay 3 personas y yo acabo la primera. Estiro el brazo y, ¡SÍ! me dejan pasar a camilla. Allí me siento con una coca cola en mano derecha mientras la izquierda aprieta la pelota de gomaespuma. No han pasado más de dos minutos cuando la máquina empieza a hacer bip bip. El hombre me recoloca la aguja que está clavada en brazo y me dice que no deje de abrir y cerrar el puño. La máquina que hace bip, sigue haciendo bip bip bip. Mi brazo se empieza a dormir y mi cuerpo a flaquear. Hemos pillado una vena muy finita y no sale bien, me dicen. ¿Probamos con el otro brazo? Pregunto. Aunque en el fondo hoy ya no quiero seguir intentándolo. No, no te quedes, me aconsejan, ven la próxima semana.
La enfermera me desengancha, me quita el tubo. Luego, no cierra bien la bolsa con la (poca) sangre que contiene y se le cae al suelo. Con unas servilletas la recoge a medias para ir rápidamente a atender al señor de al lado que entre tanto ha acabado de donar sin ninguna dificultad.
Termino mi bebida y me voy mirando de reojo esa lamentable imagen. Mi sangre esparcida por las baldosas blancas.
Adiós 2009. En el 2010 ni una gota desperdiciada.