Quince años cumplió anoche El café Bizon y lo celebró con un chute de blues cuya autoría no tiene un solo nombre ya que parte de la soirée consistió en una sesión de jam por la que pasaron los habituales de los lunes. Artistas experimentados que allí, desde la tarima, demostraron cómo deleitar a un público variopinto que iba aumentando según avanzaba la noche.
A la guitarra, a la batería eléctrica, al bajo y al pianista inicial se añadieron nuevas voces, un teclado a cuatro manos y una armónica. Los instrumentos se pasaban de unos a otros. Se calló un instante el bajo y se duplicaron las guitarras. Desapareció la armónica y las palmas acompasadas de los presentes encontraron su lugar en esa improvisación de medianoche. La única que no paró de moverse fue la chica que bailaba descalza con su cuerpo de goma. Incansable. Incombustible.
A la guitarra, a la batería eléctrica, al bajo y al pianista inicial se añadieron nuevas voces, un teclado a cuatro manos y una armónica. Los instrumentos se pasaban de unos a otros. Se calló un instante el bajo y se duplicaron las guitarras. Desapareció la armónica y las palmas acompasadas de los presentes encontraron su lugar en esa improvisación de medianoche. La única que no paró de moverse fue la chica que bailaba descalza con su cuerpo de goma. Incansable. Incombustible.
Al margen de la música, hay que sumar, de puertas afuera, las pompas de jabón que salían sin cesar para llamar la atención a los transeúntes. Y en el interior, las estrellas de papel plateado que bajaban dispersas impulsadas por un ventilador gigante. De repente, después de un petardazo desconcertante y un momento de oscuridad total, llegaron ¡los fuegos artificiales! Fue una segunda lluvia de estrellas. Algo bastante temerario por hacerse en un lugar tan reducido. Desacertado, también, por llevarse a cabo sobre nuestras cabezas y, entre ellas, la del enorme bisonte que de vez en cuando bufaba humo para agradecernos haber festejado con él sus quince años dando la nota.
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